Elvira salía ese día muy apresurada para su trabajo, era de mañana, el olor del día era similar a lo que huele una flor en otoño, las calles abigarradas por la pesadumbre de la gente y su premura las enmarcaban un cuadro particular, propio de una dinámica de ciudad, para la que lo coyuntural se contraponía a su existencia anterior que era un poco más contemplativa. Era normal que en la mañana siempre se viera ese mismo cuadro. Elvira ya era otra, sus cambios comenzaron en el verano cuando a partir de sus visiones regresivas entendía que estaba en un mundo real que no era correspondiente a lo que ella añoró como propósito de vida. El conflicto armado que evidenció en algún momento de su existencia cuando habitaba en el campo, no era comparable con sus conflictos internos de tipo personal y social. Las armas que en cierta época contribuyeron a su desazón, ahora se convertían en las actitudes poco amables y muchas veces hostiles de sus compañeros de trabajo y de su contexto en general. Aspectos como la mirada, de unos, la indiferencia de otros, quienes la veían como una pieza más de una máquina llamada “progreso”. Es por eso que la calidez humana y la cercanía no era el común denominador en este lugar. Elvira lo sabía y lo confirmaba cada vez que se acercaba a las personas que estaban a su alrededor, sentía la frialdad de una ciudad que le era ajena. Estos desencuentros y ambivalencias que atacaba su existencia se convertían en un infierno insoslayable poco habitual para una mujer de unas características diferentes al medio en el que desenvolvía. Sus regresiones permanentes y sus recuerdos más certeros la direccionaban cada vez más lejos de aquel mundanal ruido visual, auditivo y actitudinal. Para Elvira todo era diferente había cambios no solo en su entorno, sino también en las personas que la circundaban.
Cuando caminaba rumbo a la factoría, para ella era dirigirse a un lugar en donde las expectativas eran casi nulas, debido a que extrañaba todo: el fresco aroma de la mañana, el olor a flores, la calidez de los seres vivos que allí habitaban y su olor particular, aquel que se le impregnaba cada vez que ambulaba por jardines creados a partir de su iniciativa campesina. Esto propiciaba en ella los sentidos más agudos que cuestionaban unas decisiones que de ella no dependían. Elvira era insistente y sabía que el comienzo del día era clave para lo que sería el resto de éste. Antes de salir tomaba café, este lo compartía con la vecina de al lado. Después aplicaba en su cuerpo una loción que le recordaba a su pasado. Este aspecto de lugareña fresca y tranquila iba cambiando con el trascurrir de la semana y no era para menos, pues pasó de ser el centro de su casa en el campo, para convertirse en una parte más de un andamiaje que la desposeía.
Al llegar a su trabajo recibía un saludo por parte del celador cada que le abría la puerta para ingresar al basto mundo donde reinaban las telas, hilos y demás elementos propios de un taller de costura a gran escala. Al comienzo del recorrido de ingreso a la factoría se encontraba siempre con un perro que la cabeceaba. Para Elvira este momento se fusionaba con aquel cuando desde la ventana de la su casa, en el campo, saludaba a los diferentes animales que la acompañaban en su día a día. La gente en su trabajo, impregnada por un halo de ensueño que no les permitía reconocer su propia realidad, realidad convenida por la condición subalterna que ya había aceptado.  Aquella que la había limitado y sesgado no solo desde su anhelo natural de libertad, sino desde lo que para ella simbolizaba su anterior entorno.  Es por eso que el amor para Elvira no era más que un estado pasajero de encuentros y desencuentros entre su condición reinante y pasado evocado. Es por ello de hecho parte de su deuda histórica la enmarcaba en buscar en un mundo distante al suyo las conexiones más placenteras que le podrían proporcionar los sentidos. Aquellos que sin ninguna dificultad la trasladaban a su pasado que tanto anhelaba. Es por eso que para Elvira su colonia era como aquel componente que trasgredía su ser, era un acto de banalidad para muchos, pero para ella era una parte fundamental que acompañaba sus recovecos simbólicos. Esta estrategia olfativa era para la humilde mujer una conexión significativa y unívoca entre el presente furtivo y el pasado añorado.
Era común que cuando Elvira llegaba a la empresa para la que trabajaba, impregnaba de olores silvestres y diferentes a este colosal imperio del silencio, en el cual los sentidos solo cobran vida en unos encuentros personales propios de un mundo absorbente en el que no había cabida para lo onírico y lo poético, pues su olor era lo que lo identificaba, este ritual olfativo lo vivían la mayoría que en el día se topaban con ella. Para muchos Elvira olía a flores frescas en la mañana, para otros a pétalos recién desprendidos, otros pensaban que era una loción más de esas que solo compran las personas con un estilo rural, pero quien percibía las sensaciones en diferentes formas era el perro llamado Lucas que siempre la recibía. Y no era para menos, porque los animales como Lucas no solo tienen la posibilidad olfativa, sino la capacidad de interactuar con los afectos y era común para Elvira porque el perro siempre se lo manifestaba. Era como esa integración natural propia de una introspectiva relacional entre la actual condición de Elvira como habitante de la ciudad y el desprendimiento de su condición genuina y natural. Debido a esto Elvira sentía que se violentaba no solo su pasado, sino a todo lo que en su presente le recordaba aquella época para la cual el amar, interactuar y soñar eran parte fundamental de su realidad. Por esta razón su pensamiento no era coherente con su quehacer, a causa de su condición de indefensión, aquella que arropa a las personas que llegan a una ciudad diferente y displicente no solo por su forma y estructura sino por la actitud y comportamiento de los que en ella habitan. Después de todo este viaje extraño, se acercó a un lugar muy especial llamado realidad, y se percató de este cuando escuchó el sonido de un pito, este era el un autobús en el que iba, hecho que la desconectó aquel momento onírico. Posteriormente se dio cuenta que todo lo que había evidenciado era parte de una circunstancia falseada, que concernía a un encuentro con lo que sería su pasado, pues ahora estaba camino a su lugar de origen y sería el momento de reencuentro con su anhelo más soñado: tener a su familia, amigos y seres más cercanos.
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Por: José Enrique Copete
Prof. Español 6°